Hace poco hice match a un chico por Tinder.
Nos vimos un par de veces; la primera cita fue de ensueño: fuimos por un café, salimos a caminar por Coyoacán y me dejó justo en el lugar donde nos vimos. La segunda cita fue un poco más de desmadre: fuimos a comer y terminamos en un bar. Él siempre fue un caballero pues, a pesar de haber bebido lo suficiente, nunca se sobre pasó conmigo.
Nos dejamos de ver por el lapso de un mes. Durante todo este tiempo, solamente recordaba su sonrisa y su olor. Debo confesar que me ponía chachonda al recordar sus manos tomando mi cintura cuando bailábamos.
Un viernes a mediodía, recibí una llamada de él. La llamada fue muy natural, me invitó a un bar en la Colonia Roma y yo acepté. No podía esperar el momento para volverlo a ver, así que terminé todos mis pendientes y salí de la oficina lo antes posible para llegar a mi casa y poder arreglarme para verlo.
En punto de las 9:00 de la noche sonó el timbre de mi departamento, abrí la puerta y el llevaba un ramo de flores. En ese momento sentí ganas de arrancarle la camisa y tirármelo en la sala de mi casa. Pero me contuve.
Fuimos a bailar.
El pidió una botella de ron para los dos y al calor de las copas comenzamos a fajar a media pista. Sinceramente, sentí que esa noche me haría suya.
Al salir del bar me dijo que pediría el taxi para llevarme a casa, pero yo insistí en seguir la fiesta en otro lado. Lo besé en el cuello y el me pidió parar, pues me dijo que era una bestia en la cama y que no se contendría si yo seguía. No me importó y le propuse ir a un hotel; saqué mi celular y reservé en el Hotel Oslo.
Llegamos a la habitación y no me pude resistir. Le bajé el pantalón y comencé a recorrer su miembro con mi legua. Él movía mi cabeza con mucho frenesí. Me pedía no parar.
Me arrancó la blusa como su fuera la envoltura de una paleta y comenzó a besar mis pechos, recorrió con sus manos mi cintura y me bajó la ropa interior con los dientes. De su mochila sacó un par de esposas y me ató a la cama de pies y manos. Me tapó los ojos y me pidió morder la almohada. Cuando menos lo esperé, me embistió como si se tratara de un toro montando a su hembra.
Hicimos el amor durante 2 horas sin parar. En la cama, en el suelo, en el potro. Debo confesar que, a pesar de haberlo visto un par de veces, es el mejor sexo que he tenido en mi vida.