Acababa de cumplir 18 años cuando mis padres me dieron permiso de mudarme a la ciudad. Quería estudiar arte, descubrir el mundo poco a poco. Aún recuerdo lo mucho que me asustó, pero también me llenó de emoción llegar al departamento que había conseguido rentar a un precio bastante accesible y muy cerca de la universidad.
Las primeras semanas me dediqué a preparar todo lo necesario para mi ingreso a clases y a acondicionar el departamento. Temía salir a descubrir el lugar pues en mi casa me habían recomendado tener muchas precauciones y evitar salir de noche.
Un día de tantos decidí dar la vuelta por la ciudad universitaria. El transporte público me dejó frente a un inmenso auditorio al que llegaba muchísima gente. La curiosidad me empujó hasta la entrada, y cuando menos lo noté, ya había comprado una entrada para el recital. Esa noche, un grupo de músicos jóvenes estrenaba una pieza compuesta por uno de los profesores de la universidad, así que parecía ser toda una ocasión especial. Además, era mi primera salida y quería disfrutar de la noche como nunca.
La gente comenzó a ocupar sus butacas, y pronto, un grupo de músicos engalanados en smokings oscuros y finos vestidos negros ocuparon el escenario. Instrumentos en mano, acomodaron sillas y partituras, y se prepararon para afinar sus artefactos de trabajo. De repente, la sala quedó en silencio, y una voz profunda rezumbó en el auditorio: “Damos la bienvenida al Director de Orquesta, Alexander Azeriev». Los asistentes se pusieron de pie del mismo modo que los músicos, y un hombre alto y delgado, de cabello cano y apariencia solemne se situó en medio del escenario y todo el mundo comenzó a aplaudir. Tras una fina reverencia, giró hacia su equipo y con su batuta, anunció que el concierto estaba a punto de iniciar.
El evento transcurrió ágil, maravilloso, las notas musicales invadían la atmósfera y yo no podía dejar de mirar al director. Fiero marcaba el ritmo, hacía énfasis en los sonidos, acentuaba cada intervención… ¡magistral! Cuando el sueño llegó a su final, los asistentes ovacionaban al director, le arrojaban rosas, se acercaban a estrechar su mano. Él, elegante, refinado, agradecido, sonreía ampliamente y se dirigía a sus músicos para aplaudir su gran ejecución.
No quería salir del auditorio; aún estaba embelesada por la música, así que pronto, quedé a solas, perdida entre un mar de butacas vacías y un señor que se identificó como personal de seguridad, me pidió salir. Caminé lentamente hacia la salida. Miré a mi alrededor. El campus imponente y la noche dulce, así que decidí disfrutar un poco más del momento, sentada en una de las bancas de piedra que había a lo largo del camino que llevaba hacia la calle por donde pasaría, en breve, el transporte público.
Una voz me arrebató de mi idilio. “¿Tendrás un encendedor?”, preguntó alguien con un marcado acento extranjero. Era el director de la orquesta, quien despacio y con un cigarro entre los labios, se acercaba hacia mí. “No… no fumo…” le respondí avergonzada por mis hábitos tan sanos. “No importa”, respondió, y tras suspirar suavemente, se sentó a mi lado. “¿Y qué haces aquí sola? Ya es un poco tarde”… “Sí, estaba mirando la luna.”
Permanecimos en silencio unos minutos. Él seguía jugando con su cigarro y yo, nerviosa, intentaba pensar en una frase inteligente con la cual poder seguir la conversación. Al cabo de unos minutos me di por vencida y opté por despedirme.
“Espera, no te vayas… ¿Querrías ir a cenar algo? Estoy hambriento”. Le dije que sí y caminamos hasta su auto, que estaba aparcado muy cerca del lugar. Llegamos a un pequeño restaurante muy íntimo, con luces tenues y meseros sumamente serviciales. Alexander me miró, y con una sonrisa, dijo: “No necesitas hablar si no lo deseas… a mí también me cuesta trabajo entablar una conversación.” Sus palabras fueron la medicina que mi alma necesitaba, pues a partir de ese momento, dejé de sentirme tensa y pude disfrutar de la cena. Bebimos el vino más exquisito que había probado en toda mi vida, y reímos de tonterías como si nos conociéramos de siempre.
Tuvimos que abandonar el restaurante, pues ya era muy tarde. Le dije a Alexander que también me habían echado del auditorio; respondió que conocía un lugar del que no tendría que salir corriendo. Nos dirigimos a su departamento. Él era amable, divertido, tierno. Me ofreció entrar y me pidió que me pusiera cómoda. Mi cara debió haberme delatado, era la primera vez que estaba a solas en la casa de un hombre que no fuera de mi familia, y él me pidió tranquilizarme. “No te voy a hacer nada.”
No sé si fue causa del vino, de la noche, o de la emoción de todo lo que estaba viviendo, pero al estar observando a Alexander mientras me hablaba de cómo fue que se convirtió en director, pensaba que era el hombre más atractivo con el que me había encontrado jamás. Sin saber cómo, y sin querer evitarlo tampoco, me acerqué lentamente hacia él, y lo besé en los labios. Él sonrió de nuevo. “¿Y yo puedo besarte?” preguntó. Sólo pude asentir y sus labios se encontraron nuevamente con los míos.
Su lengua era dulce, cálida. Lamía las comisuras de mi boca, jugaba con mi lengua. Sus manos sostenían mis brazos a momentos, y después me sostenía por la nuca. Comencé a excitarme. Poco a poco las caricias fueron aumentando de intensidad. Pude notar una erección debajo de su pantalón. No dejaba de besarme. El ritmo de su respiración me hacía temblar.
Con destreza me fue quitando la ropa. Miraba con atención mi piel, mis ojos, cada una de mis erráticas reacciones. Su ropa fue cayendo también hasta que ambos nos encontramos desnudos, frente a frente, en ese departamento en que sólo nuestras respiraciones quebrantaban el silencio.
Se arrodilló frente a mí, hizo que me recostara sobre el sillón y me besó desde la punta de los pies hasta el final de mis muslos. Sin decir palabra, acarició mi piel erizada, trazó con la yema de sus finos y blancos dedos un camino imaginario de mi pubis hasta mis senos. Acarició mis pezones, lamió mi cuello. Se incorporó frente a mi. Fue entonces cuando pude descubrir la firmeza de su sexo. El calor que emanaba su increíble miembro me provocó una súbita marejada de humedad. Mi sexo pulsaba frenético. Extendí mi mano para sostenerlo. Era abundante, dominante. Su aroma me sedujo.
Mi boca fue misteriosamente atraída hacia ese instrumento de mi nueva pasión. Alexander cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás dejando claro cuánto disfrutaba de ese primer contacto. “Suave, suave”, me decía marcando el ritmo de mi apetito… “Ahora más rápido… más rápido”. Su pelvis se acercaba hacia mí, voraz, deseosa, ardiente. Mi lengua degustaba su poderosa erección, y mis piernas se abrían ávidas de sentirlo dentro.
Con fuerza pero con tacto, me puso boca abajo y pude sentir sus dientes mordisqueando desde mi nuca hasta el principio de mis nalgas. Perdió su rostro entre mis piernas. Me mordía, me lamía. Sus dedos me exploraban irreverentes, me penetraban; me rasgaban, me causaban ansias de su piel.
Entonces su peso se depositó sobre mí. Su dureza rozaba mis muslos, luego su lengua estimulaba mi zona anal. Humedecida, excitada, despierta, le pedí que me tomara como más deseara, y su apetito por mi piel no se hizo esperar. Lentamente separó mis nalgas, y pude sentir, entre dolor y placer, cómo se iba perdiendo dentro de mí. Quise gritar, el dolor me hizo pensar en salir huyendo de ese lugar; pero después Alexander escondió su mano entre mis piernas y estimuló mi sexo hasta que me pude relajar. Después de eso me invadió un profundo calor e intenso hormigueo. Él se movía lento, intenso, gozoso. Se retiraba un poco y volvía a embestirme con como viril animal. El placer estaba servido tras de mí. Cerré los ojos intentando entender lo que me ocurría. Sin separarlo de mi, me puse de rodillas y mi cadera, antes ingenua, ahora se movía instintivamente dominando la velocidad, la profundidad… el placer de los dos. Mis muslos empapados de las mieles del deseo, temblaban y luces multicolores volaban ante mis ojos como si de espejismos se formara el instante. Cosquilleo, deseos de reír, de llorar, de gritar. De pedirle que me tomara cada vez más fuerte hasta romperme toda… un imperioso impulso se apoderaba de mi haciéndome desear a Alexander con el arrojo de un suicida. Él gemía, de rodillas tras de mí, dándome todas sus fuerzas, rasguñando mi espalda, azotando mi enrojecida piel con sus largas manos. Gritaba, pronunciaba palabras desconocidas para mi. Gozaba, se alimentaba de mi, me arrebataba las fuerzas, me tomaba entera… se derramó en mi interior.
Su miembro pulsante disparó en mis entrañas la más dulce adrenalina. Un festival de sensaciones increíbles, y un grito profundo, prolongado, casi desesperado, que culminó en inmensa satisfacción…
Ambos quedamos recostados, él sobre mi, yo sobre el sillón; bañados en sudor y saliva, agotados, extasiados. Profundamente dormidos y con esa sonrisa en el rostro que sólo poseen, los que se descubren mutuamente en la complicidad del silencio, y encienden un cigarro que fumarán entre los dos.