La semana pasada viajé para hacerle una visita sorpresa a mi hermana, pues quería darle un regalo por su próximo cumpleaños. Como era sorpresa, no le avisé a nadie, compré mi boleto de autobús y me preparé para soportar largas horas de trayecto en la carretera. Era mucho, pero ver a mi hermana valía la pena.
Tras padecer de un camino que parecía interminable, finalmente llegué a la terminal. Estaba mareada, cansada, sin maquillaje y con mucha hambre pues lo único que pude comer fue una bolsa de frituras de las que nos ofrecieron al subir al bus. Todo lo que tenía que hacer era relajarme un poco, quizá acomodarme el cabello y pedir un taxi para que me llevara a casa de mi hermana.
En el estado de Quintana Roo, el clima es envidiable y ya que estás por allá, se te olvida cualquier sufrimiento, así que mientras esperaba mi taxi, disfrutaba del calorcito en ese paradisiaco lugar. Más pronto de lo que pensé, llegué a la casa de mi hermana y corrí emocionada a llamar a la puerta.
Toqué el timbre y preparé mi mejor sonrisa, pero nadie respondió. Intenté de nuevo, y lo hice una vez más… justo cuando estaba a punto de llamarle para decirle que estaba afuera de su casa, una de sus vecinas me dijo que se habían ido de vacaciones y que no volvían sino hasta la próxima semana…
Llevaba dinero para mi boleto de vuelta, y quizá un poco más para uno que otro gastito, por que contaba con quedarme en casa de mi hermana. Así que cuando me enteré de que no vería a nadie, suspiré resignada y triste. Pero antes de volver a la carretera, me animé a dar una vuelta por la playa.
Me recosté sobre la blanca arena frente a una linda playa y me dediqué a disfrutar del momento. Antes de que cualquier idea cruzara por mi cabeza, se acercó un chico moreno, bien parecido, para preguntarme si sabía cómo llegar a algún lugar. Le dije que yo no era de ahí y siguió su camino; pero más tardó en irse, cuando ya estaba de vuelta sentado a mi lado.
Comenzó a conversar conmigo de cosas sin importancia y me dijo que por la noche él y unos amigos acamparían a la orilla de una bahía; y que le gustaría que lo acompañara. No lo pensé dos veces y le dije que sí, así que seguimos platicando hasta el anochecer.
Cuando la luna cayó sobre nosotros, el chico, que por cierto se llama Adrián, se acercó y comenzó a besarme. La playa estaba desierta y dejé que sus manos acariciaran suavemente mi piel. Él me mordisqueaba los labios, lamía mi cuello, acercaba su cuerpo entero hacia el mío, hasta que quedó sobre mí, y yo, recostada sobre la arena.
Con destreza me quitó la ropa y él se quitó la playera; pude sentir sus brazos marcados, la firmeza de su abdomen, y la dureza de su miembro. Sin saber cómo lo hizo, giró mi cuerpo hasta tenerme de espaldas a él y pude sentir cómo entraba suavemente. La arena acariciaba mi cuerpo, y él se movía despacio, saboreando el momento. Me decía al oído palabras dulces primero, y de cuando en cuando me preguntaba si me gustaba cómo me lo hacía. ¡Por supuesto que sí!
Sin importarme ya si alguien podía vernos, me incliné y lo monté. Mientras sus manos jugaban con mis pechos y su lengua acariciaba mis pezones, yo controlaba la profundidad con que me poseía. Yo jadeaba de placer; la piel me hormigueaba, su miembro me satisfacía como nunca y sus ojos me hipnotizaban.
Me puso de rodillas, ahora él me montaba a mí. Me nalgueaba, tiraba de mi cabello; mordía mis nalgas mientras me daba con fuerza, con ritmo. Podía sentirlo entrar y salir y no dejaba de decirme lo mucho que estaba disfrutando de mí. “Eres riquísima; qué rica eres”… Hacía pequeñas pausas para besarme apasionadamente, tan sólo para volver a penetrarme con más energía.
Pasamos la noche entera así. Gozando de todo; excitados, sin saciarnos. Yo no quería que eso terminara, hasta que sentí sus dedos acariciarme entre las piernas; y en conjunto con el ritmo con el que entraba en mí, no pude aguantar más… mi cuerpo entero comenzó a temblar, grité de placer, y al escucharme, él estalló dentro de mí. Nos quedamos dormidos así hasta que los primeros rayos del sol me despertaron.
Abrí los ojos y pude verlo dormir a mi lado, desnudo, exquisito, increíble… Nunca había hecho algo así. Sonreí, tomé mi ropa y salí corriendo de vuelta a tomar mi autobús.
No me despedí de Adrián, pero no importa. Vaya que valió la pena ese viaje tan largo.